LOS PROGRES

La ecuación más sencilla para identificar a un progre es comparar lo que dice con lo que hace. Dista años-luz. El progre habla de la igualdad social, pero se dedica a acumular casas y en su fuero interno desaprueba el impuesto de sucesiones.
El progre defiende la libertad, pero curra o aspira a currar en el trabajo que más le ate (funcionariado, banca).
El progre defiende el amor libre, pero ardería en el infierno antes de darle un besito en la mejilla a alguien que no fuera su pareja.
El progre agita la bandera en el Día del Orgullo, pero se moriría de la angustia si su hijo le confesara que tiene novio.
El progre asiente preocupado cuando se habla del Cambio Climático, pero no está dispuesto a moderar su consumo.
El progre lee El País y se le hincha el pecho. El progre está enamorado de haberse conocido: es tan bonito tener este pensamiento, ser tan bueno...
El progre cree en clichés porque así no hay que pensar.
El progre, en el fondo, es el ciudadano modélico y decente, que el sistema está encantado de acunar en su regazo.
En resumen, el progre se cree guay, pero no es más que un pringao.
En cambio, observemos la figura del conservador, quien aparentemente persigue la ley y el orden, pero detrás de las bambalinas se monta escandalosas escenas sexuales (acordémonos de Pero Jota), las niñas bien siempre han abortado (sólo ellas podían permitirse viajar a Londres), y se meten más drogas que los yonquis de San Blas.
He comprobado que los progres de otros países procuran buscar la coherencia y que su modelo de pensamiento y de vida se aproximan, cuanto menos. Pero en España... No es que ataque la propiedad, ni la fidelidad, ni El País; lo que ataco es, señores, que me quieran vender la moto. Un poco de análisis introspectivo, por favor, y de realismo.